jueves, 25 de diciembre de 2008

IMAGINANDO TU PARTIDA: 38° ANIVERSARIO LUCTUOSO

La has sentido siempre dentro de ti, pero estos últimos días has presentido su cercanía más que nunca...intuyes su llegada en cada latido, en cada paso, en cada exhalación. Esa presencia que para los demás es fría pero que para ti significa luz y calor. No existe un solo lugar en el que no la veas, en el que no la escuches o la sientas cerca. Respira junto a ti y eres testigo de su aliento, reflejado en el vaho del espejo, en la humedad matutina de las ventanas: sabes que no es humedad, es el reflejo de su respiración, de ella, que ha dormido junto a ti, dentro de ti. La sabes unida a tu ser y a tu existencia desde el principio, desde que viste la primera sombra, sabes que todas las sombras son de ella, que ha tomado la forma de cada cosa que te rodea solamente para poder estar cerca de ti. La escuchaste respirar desde que despertó tu oído con un primer susurro de silencio. La reconoces guiando tu mano a través de lo que has llamado el litoral del papel. Siempre junto a ti. Ella y la poesía han sido tus compañeras más fieles e incondicionales.

El día de hoy amanece con esta fecha en el calendario: 25 de diciembre de 1950. La última que escribirás como ser terrenal. Sabes que hoy es ese día: el de la cita final con tu musa invisible. Con tu musa pálida y redentora. Sabes que llegará de madrugada, no podría ser de otra forma porque necesita las sombras, las formas de la noche para llegar a ti, para sellar ese encuentro en el que habrán de unirse eternamente, en el que podrá, finalmente, ser visible ante tus ojos, a cambio de que le entregues tu alma, esa alma que siempre le has prometido como una ofrenda y la cual a su vez ella habrá de entregar a la inmortalidad. Te mantienes sereno, pausadamente emocionado. Preparas lo necesario para el viaje sin retorno hacia la patria añorada, la patria ya conocida, a la que continuamente le has cantado en tus poemas. Amanece el día de hoy con esta fecha en el calendario: 25 de diciembre de 1950. La última que se escribirás todavía como ser terrenal.

Me detengo en este punto porque observo dos posibilidades, dos posibles desenlaces que intenté extraer de tu “Décima Muerte”.

En las Estrofas III y IV te encuentras recostado sobre tu cama, pero no estás dormido. La ves entrar, justo como lo describes, con los ojos cerrados. Una dama de luz tenue que atraviesa las paredes o la puerta (no es posible saber por donde entró). Penetra serenamente tu alcoba, obscura, efectivamente e ilumina tu rostro con fascinación. Ella te ama, te corresponde., y también ha estado esperando este momento. Se trata de una dama muy blanca, de manos largas y dedos finos, o como lo pediste: de un tacto sutil y blando. Se acerca cada vez más a ti y con docilidad, complaciéndote una vez más, te mira sin mirarte. Con suavidad coloca sus manos sobre tu cabeza y entonces empiezas a llenarte de paz, de esa paz luminosa que tantas veces invocaste. Sabes que estás a punto de llegar, no de partir. A punto de convertirte en la materia de diamante, eterna y pura que alguna vez fuiste capaz de soñar, que alguna vez ella te prometió y por lo que le pagaste con poemas. De ahora en adelante no habrá más “nuncas” ni más “quizás”.

En las estrofas V y VI te encuentras sentado frente a tu escritorio: contemplas con agradecimiento el papel y las plumas, los objetos que te permitieron transformar tus ideas y tus sentimientos en palabras vivas. Das un último vistazo a tu recámara, un último viaje alrededor de la alcoba. Observas el techo, el piso, la puerta y el espejo: las rendijas y los huecos por donde la poesía solía escapar tímidamente cuando el menor ruido llegaba inoportunamente a interrumpir su idilio. No los verás más de forma material, pero te los llevas en el alma, en las profundidades de tu corazón. Sonríes satisfecho, sabes que se te permite llevar contigo lo que tú quieras; y que sin pensarlo dos veces te has apresurado a guardar primero las palabras, tus cómplices eternas. También irán contigo las sombras, los cuadros, la noche, el mar, la nieve, la noche, tu rosa negra; y por supuesto tu estatua de mármol, la de cuerpo perfecto y frío. Es muy probable que ya no la necesites, pero igual no tienes a quién dejársela, y no quieres que esté sola. Repasando estás una vez más esa lista de cosas que simplemente no se te pueden olvidar, cuando la puerta se abre muy despacio, muy lentamente. Te levantas y la miras de frente, con ecuánime expectación y sin asombro. La veo nuevamente como una dama pálida de semblante poco expresivo pero a la vez amoroso en medio de esa minúscula expresión. Su ropaje es menos luminoso que el que imaginaste en las estrofas anteriores (No duermo para que al verte entrar lenta y apagada). Los dos se observan sin sorpresa alguna, después de todo, son viejos conocidos. La observas extasiado y al fin ella te extiende sus brazos. Camina hacia ella con templada emoción, satisfecho de saber que esa cita anhelada está cumpliéndose y que su brevedad no impedirá que sea eterna. Finalmente se funden en ese abrazo inmortal que te llevará a él de regreso a esa patria anhelada, tantas veces evocada en tus versos. Finalmente, en ese instante perdurable, que sólo a los dos y a nadie más ha pertenecido, lo único que morirá será la Nostalgia .Tú no puedes morir, no podrás hacerlo nunca. Pero este encuentro ha sido necesario para que entregues tu alma a la inmortalidad; y mientras esa alma pasa ahora a formar parte de un estado superior, tu nombre, tu obra y tu misterio quedan grabados eternamente en la historia literaria de un país que con tristeza pero a la vez con orgullo te despide como uno de sus más amados y sensibles hijos.

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